sábado, 27 de agosto de 2011

EL HERMANO

– Y entonces te lanzó el puñetazo...

– No tan rápido. No tan rápido. La cosa fue más lenta de lo que tú te piensas. Tuvo su desarrollo. Es verdad que hay golpes que a uno le vienen como llovidos del cielo, sí. Por ejemplo el que le cayó a Durán cuando se puso a cantar a voz en cuello el himno del Atleti en medio del bus repleto de los del otro bando. Esas cosas pasan. Pero lo mío fue de otra manera. Porque de primeras a aquella muchacha ni la miré. Fíjate que luego caí en la cuenta de que tenía una sonrisa angelical, aún con la preocupación, ahí agachada junto a mí, después de calmar al bruto aquél, tendiéndome un pañuelito de papel. Aquello no podía contener para nada el chorretón que se me escapaba del labio, pero fue un detalle por su parte. Y antes de que se alejara con su hombre mono y me rodearan los clientes curiosos, pude ver cómo ella se largaba en retirada, alzada sobre en esos tacones como de
diez metros, meneando sus contornos que parecía que el bar se le quedaba pequeño.

– Algo le dirías...
– Ni mu. Ya te digo que con ella no iba la cosa. Estábamos discutiendo la alineación del día anterior cuando entró aquella bella con su bestia. Ocuparon los taburetes, ahí junto a la esquinita de la barra, donde nos encontrábamos Jaime y yo los lunes.  A ella ni se la veía porque él la tapaba entera con esas espaldas. Sería como alcanzar a ver un diamante detrás de un contenedor de basura. Jaime tenía el día algo apagado, otra vez la úlcera fastidiándole el estómago que se sujetaba con la mano, mientras me discutía el cambio de Segura. Yo le mentaba la madre al míster por no haberlo mandado a descansar mucho antes y Jaime venga llevarme la contraria, pero sin auténtica convicción, como flojo. Me sulfuraba cada vez más y creo que él se sentía como en el cine por cómo me miraba. Me estaba viendo en el cine de tres dimensiones, oye, porque la espalda del hombre mono, con su camisa blanca me hacía de pantalla de fondo, por la que me movía yo de aquí para allá estrangulando al maldito entrenador.
– Nada nuevo me cuentas, la  bronca de todos los lunes, vaya.
– Quieto, quieto. Te cuento, porque he reconstruido la jugada varias veces. Es como la moviola, chico. Me pongo la cámara lenta en el coco y voy ganando en detalles y precisión. Porque justo nada más mentarle la madre al tiparraco ese que no sé qué hace todavía en primera, noto –pero esto solo lo veo en la repetición mental, ya te digo– que el bueno de Jaime me levanta las cejas, tal cual que cuando jugamos al mus. Y debe ser que el mono había lanzado un gruñido. Entonces, sigo explicándole que todo el mundo, desde el taquillero más piojoso del estadio hasta el presidente, sabía de antemano que aquel entrenador no valía su peso en mierda y aquí Jaime –para verle el gesto no necesito recurrir a la moviola–, aquí Jaime se gira dándome el perfil, enseñándome el gancho de la nariz con los pelillos del bigotillo bañados en espuma. Por un instante pienso que debería tomarse un zumo o algo así, que con esa úlcera no puede permitirse comenzar la semana dándole a la cerveza. Y observo que me mira raro, como si no me quisiera mirar o como si me hubiera hecho algo horrible y no se atreviera a enfrentarme. Le digo que a ese entrenador de mala madre por muy de la cantera que sea no se le puede defender, que aunque él sea muy forofo de Segura, no tiene perdón de Dios el no haberle sentado antes en el banquillo; que eso de mantenerle en juego hasta el minuto sesenta y tres no se lo comen ni los cochinos.
– Sí, a tí nunca te gustó el míster, por muy del barrio que fuera toda su familia...
– Escucha, escucha. Que entonces Paco va y me retira la cerveza que aún no me había tomado. Y el Gol no es un bar precisamente amplio, que es como una cajita de cerillas, oye. Muy mono y bien cuidado sí, pero no es como para que Paco se ponga a hacerle feos a la clientela. Y sin dejar de de alucinar con los ojos de Jaime –lo estoy viendo tal cual en mi moviola, bizqueando– me vuelvo hacia Paco y nada, que también me mira rarísimo. Qué se yo, será que me quiere poner una a cuenta de la casa, que la que tenía ya estaba recalentándose, y es que, la verdad, cuando tengo que explicarme, me explico y hasta olvido la sed. Nunca he soportado las injusticias y eso de llegar al minuto sesenta y tres con un solo cambio no hay quien lo aguante. Y todo por un subnormal, que ya es hora de reconocerlo. Y suena un carraspeo a mi espalda. Paco y Jaime, te lo juro, se ponen blancos y reculan. Ahí los estoy viendo, dando un pasito hacia atrás los dos. Raro, muy raro, me digo. Retrocediendo coordinados como dos bailarinas y con los ojos hasta aquí, oye. Y entonces se hace el silencio. Es como en las películas de vaqueros, cuando entra el malo en el saloon en busca de camorra: hasta el locutor de la tele parece que hace una pausa y me mira todo serio desde la repisa.
– Y entonces te enseñó el puño.
– Digamos que no lo llegué ni a ver. Oí otro carraspeo o, mejor, un rugido de gorila. El tipo se giró y pude notar la estela del viento que se revolvió. Como si hubieran encendido un ventilador justo a mi lado. Me entró un frío por la espalda...
– Y,¡zas!, te cayó.
– Y,¡zas!, me cayó. Pero fue algo limpio. Rápido, sin palabras.
– Sobraban, ¿no?, ya las habías dicho tú todas...Yo, te habria sacudido antes.
– Sí, claro, era un asunto de familia, él era su hermano, de eso me enteré después. Y ahí me quedé, tirado en el suelo, mientras el gorila se alejaba con ella por detrás. Ella que me había sonreído preocupada al tenderme el pañuelo. Se fueron y la vi por última vez, subida a aquellos zancos... ¡Qué culo!


©Mikel Aboitiz.  Berlín 12/10/2007

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